lunes, mayo 31, 2010

Por supuesto que ya le había visto. Hace años. Con esta misma sed que aún no conocía sosiego. La había seguido despierto, soñando, viviendo cualquier número de muertes. Nunca le había importado tanto. Pero los días así pasados le llevaban a creer que todavía era como un niño: que siempre podría tener en sus manos un pequeño pedazo de río brillante, que no le dolía a nadie más que a él la caída intermitente de sabores groseros que derramaba por puro placer entre nidos de avispas retorcidas y secas, ya bebidas sin sed calma.
No era cierto que siempre había sido así, pero no podía ser de ninguna otra manera.
La seguía viendo después de tanto, husmeando desde la mugre, como apenado, como tímido. Todavía soñaba, todavía vivía una caricia pasajera, perdida en el momento y nunca más olvidada. Todavía la saboreaba entre los dientes, la convertía en jirones entre la saliva, en pequeños huesos mal roídos. El cabello le quedaba entre las uñas, igual que años atrás, igual manchado, igual reseco, igual delator. La abrazaba como siempre, la besaba como siempre y ella no quería irse y a él nunca le había importado tanto. Se iría de todas maneras y el se quedaría, el rostro empapado en sudores y lodo, tratando de seguirla, de no perderla, sabiendo que lo hará de forma inevitable.
Él cantará por ella, quedamente, con un susurro que no despierte a nadie. Aplastará su rostro, como tantas veces antes, contra la pared tratando de no gritarle que regrese; al final de la noche le sangrará la boca y tal vez vuelva el estómago. Y la recordará otra vez y soñará otra vez y durante algún tiempo no se verá tan triste, y quizá hasta llegará a comprarle alguna baratija de púrpura o de rosa para regalársela cuando otra vez la vea, para que ella se acuerde que hace tantos años el la ha visto y seguido, despierto y dormido, soñando y viviendo. Sonreirá durante algunos días, la sed nunca aplacada, pero el corazón contento con un bocado de ella que le calienta la cara como el sol por la mañana.
Más tarde caerá en cuenta de que la dulce migaja no le es suficiente, querrá encontrarla de nuevo, como siempre, como por casualidad, seguirla lentamente sabiendo que lo ama, que no lo ha olvidado, que el tiempo sin él le ha sido doloroso. Él le recordará lo que son las caricias, lo que se llama un beso, uno guardado para ella desde siempre, uno que ya no le dejará partir. La querrá tanto de nuevo y ella, antes de irse, le dirá que no quiere irse, que nunca quiso irse, que nunca, nadie ni nada le había importado tanto...
Al final, sabía que solo podía tenerla así, secretamente y a cachos inconstantes, con diferente cara, con una voz callada, a punto de ahogarse de terror y muerte, entre la tierra seca, tan solo a unos pasos de algún olvidado camino...