miércoles, noviembre 10, 2010

Dicen que los muertos duermen bajo mi cama.

He invocado sus nombres desconocidos, les he ofrecido vinos, les he quemado inciensos e invitado a sus sombras invisibles a compartir mi cena. Durante mucho tiempo les estuve gritando, noche a noche, sin obtener respuesta. Una temporada dejé cada día, por la mañana, migajas remojadas en jugo de limón y trocitos de almendra, esperando que al volver una tarde hubiera una familia de muertos recogiendo con torpes manos grises la merienda servida en el suelo de la entrada.

Traté con música, con fuegos, con sangre, con regalos viejos, con silencio, con largas oscuridades minuciosamente acondicionadas.

Finalmente descubrí que los muertos no duermen bajo mi cama.

Una noche, hace no mucho, vino uno a visitarme. Entró despacio y en silencio, como era de esperarse, se sentó en una silla mirándome de frente, las manos endebles, calmas, descansando en los muslos, la cabellera rala adherida a las sienes. Sus ojos eran ámbar, amarillos, casi dorados, casi humanos, casi inmortales. No dijo nada. Le ofrecí una manzana y, tras escudriñarla largamente con la mirada de quien trata de desentrañar el misterio oculto detrás de un antiguo enigma sin respuesta, le propinó una lenta mordida y la dejó caer al suelo mientras aún masticaba. Puse en su mano lánguida una taza de café tibio sin azúcar y, casi de inmediato la apuró de un trago. Ya he tirado esa taza, dispuesto a correr el riesgo de ser llamado supersticioso si me rehuso a beber del mismo traste del que ha bebido un andrajoso cadáver de labios purulentos.

A lo largo de varias horas me hizo compañía. Le interrogué sobre todo lo que se me pudo ocurrir en aquel momento: comencé por preguntar su nombre, su edad, la historia de su familia, sus aficiones, sus principales gustos literarios y creencias filosóficas. En realidad considero que la velada me hubiera resultado mas interesante de haberme él respondido algo. Tan solo se quedó ahí, callado, mirándome con cierta atención desdeñosa mientras yo, cambiando de estrategia, deambulaba por la habitación tratando de sacarle alguna palabra, hablando de mi vida, leyendo en voz alta pasajes al azar de tomos elegidos de la misma manera.
Supongo que finalmente se aburrió. Se levantó con aire lacónico y salió sin prisa alguna de mi cuarto. Lo observé arrastrar las piernas con lentitud hasta llegar al pié de la escalera. Luego, con un gran esfuerzo, comenzó a subir los escalones hasta llegar, finalmente, al piso superior. Escuché unos minutos todavía el leve crujir de su andar y después de un rato de silencio, asumí que el sueño de la tumba lo había cubierto de nuevo.

Dicen que los muertos duermen bajo mi cama, pero eso no es verdad. Viven sobre ella, por encima; los veo todas las noches al aproximarme por la calle, en la ventana del piso superior: esos ojos furiosos, humanos, inmortales, plagados de rencor y amenazas, de odios insaciables. Me miran acercarme y en sus sombras secretas desaparecen una vez que he alcanzado la cerradura.

Les escucho moverse de manera pesada. He dejado de llamarles. Ahora solo espero el inevitable momento de escuchar sus pasos lentos, de agonizantes perpetuos, bajar los escalones que llegan hasta mí...

jueves, agosto 05, 2010

Su morada era tierna y recordaba al rocío; nadie había conocido que realmente hubiera contemplado los valles que albergaba. Aún así el frío resplandeciente de su voz alcanzaba rincones todavía inexplorados y habitados tan solo por hombres de semblante arcáico y un tanto soñoliento que parecían figuras tenebrosas y a la vez irrisorias salidas de un tosco melodrama escrito presuroso por algún puño claramente cansado y falto de esperanzas.

En esta vastedad desconocida, su ojo en simetría se perdía, mas en sueño que en viaje, alimentando de oro los bellos figurines sin nombre, sin palabras, rotos algunos, adornados los otros, que cubrían en silencio los muros desgastados de uñas y de plumas. Poetiza encarnizada de la vida, husmeaba divulgando su saber sonriente y desmedido, bebido con paciencia inquebrantable y quieta de odres endulzados con amores muertos y en sus dientes sepultados, rellenos de caricias de viento y suspiro, tostados en los hornos infinitos de los días de sol honrado que ahora daban la impresión de querer escabullirse con burlas dibujadas en los labios ya mas bien nocturnos y ya siempre helados.

La mañana todavía le daba casa. Húmeda y carente de sabor. Todavía la piel ardía con delicia asquerosa bajo el roce de la brisa polvorienta, refrescante y ciega, que la amaba igual que a todos pero que guardaba para ella, su amante predilecta, los más cálidos besos, las más dulces ternuras, los más viejos abrazos de afilado cariño.

Sus silencios, no obstante, eran (ella bien lo sabía) la joya verdadera de su inmenso saber. Los guardaba feroz en su melancolía risueña, escondiendo entre acordes más bien desafinados los dones infinitos y mustios: casi un coro de niños ocultando la llave de la iluminación.

En su tierna morada se le encuentra algunas veces entonando oraciones en rimas discordantes a cualquiera cercano. Pero es bien sabido, entre algunos viajeros de camino extraviado clavado a los zapatos, que aquellos que se acercan solemnes y con oídos prestos a descifrar los cánticos cargados tan dulcemente de su casi sagrado conocer, regala una mirada colmada de pasiones, de paz, de adoraciones y hermosa les ofrenda durante días enteros benditas horas largas de preciosos silencios gritados a los cielos y a cualquiera que tenga el valor de escuchar...

domingo, julio 25, 2010

En realidad no había quedado ruina alguna. No había piedra ni palabra ni eco. No habría manera de saber que había ocurrido alguna vez. Parecería, entonces y siempre, uno de esos sueños efímeros y crueles olvidados por completo antes de despertar enteramente. Alguno lo condenó a la desaparición. Un hecho sin evidencia, sin sangre manchando la sábana, sin mordisco furioso de deseo (deseo de cuerpo, de tiempo, de pensar; un mordisco hambriento por ser devorado). La habitación encerraba los restos mortuorios de un ejército de réplicas de hielo, la orden desde el polo dada de marchar contra un tirano sol de fuego, de combatir hasta la extinción el cruento amanecer, hasta fundirse más allá de todo alcance de la memoria. Un beso que se dio, ya muerto, oculto entre los pliegues de una manta y su sombra: de cualquier manera nunca habría sido parte la una de la otra, cómo nunca podría, la una de la otra, no ser inseparable...

lunes, julio 19, 2010

La herida sonreía, feroz, vengativa. Le había dado su forma sin ningún motivo. Roja y empapada, hambrienta, completamente artesanal. Fuera de su contorno se extendía de forma monótona y casi interminable una pantalla difusa de blancura glacial poblada sutilmente de una raza incierta de brumosos espectadores de ojos poco atentos contemplando mi nada pía interpretación.
Su rostro era bronceado todavía, aun no le tocaba la mancha tan sedienta en su fugaz carrera, su cabello castaño, sus ojos infinitos. Su nombre no era nada que yo hubiera escuchado. Su voz de temblorosa se convertía en grito, en sonrisa odiosa, vástago de la ira pavorosa que con mis secos besos araba entre sus senos.
Pobre anónima convulsa. Bajo mi indiferencia su súplica abatida, su espasmo repentino. Mi amor ahora implacable la adoraba entera e iba destejiendo la obra misma de Dios. Ella me devoraba con fauces de carmín, las cuales juraría que eran fauces dentadas; la mitad de mi cuerpo con ella se fundía y nadábamos ambos en las olas saladas que subían en marea desde su corazón.
Fue entre este embate de océano rojizo, de mares desafiantes de toda gravedad, que vivía como un monstruo hambriento, omnipresente, que comencé a planear la manera adecuada de desprender sus restos, la mayoría rosados, de los manchados muros. No siempre, después de todo, tiene la piel la más dulce textura...

viernes, junio 25, 2010

Mi hijo ha estado muy enfermo, doctor, es a él a quién debería revisar. Ha estado muy grave desde hace varios meses, desde esa lluvia escandalosa que se nos vino encima a principios de marzo pasado. Ese día llego empapado y golpeado y apenas respirando un aire que se le escapaba a vapores; sin duda, habiendo sido emboscado por la tromba sin aviso, trató de cortar camino por un lado del barranco y se revolcó en el piedrerío. Cuando llegó no pudo contarme todo lo ocurrido, temblando y casi desmayado como estaba. Por eso es que yo traté de imaginarme que es lo que le había pasado.
Al otro día ya no quiso comer. Ya tenía algo de fiebre y se quejaba de que le dolían las tripas, igual que cuando niño se comía algún dulce robado que por mal habido mal le caía en la panza. Igual me ha estado gritando de repente para que le prepare algo de agua caliente con sal, pues es lo único que, desde que llegó adolorido de lluvia, ha estado tomando.
Yo le he estado lavando los pies, para tratar de bajarle la fiebre y la sonrisa, pues así como lo ve, sonriendo nada más, se estaba riendo a ratos, a veces casi todo el día y a veces hasta parecía que el llanto le iba a reventar. Pero así enfermo y con la temperatura alta, casi no le duele nada. No le gusta mucha la luz, eso sí, ya ve que tiene tapados los ojos, y yo he tenido cerrada su cortina todos los días hasta que en la tarde ya no le entra el sol. Le gusta que se vean las estrellas, dice que parecen polillas. A mí me da risa.
Le he estado leyendo, ya varios libros, de cocina y de jardín y de romance que le gustan, aunque no todos les terminan gustando a los gusanos y empiezan a gritar o cantar o lo que sea que hagan. No ha querido que le lea el periódico, igual que a mí ya le aburre y hasta me pidió que limpiara su mueble ese en el que tiene tantos montones de periódicos guardados y que siempre le he dicho que estaría mejor usarlo para los vasos o las veladoras usadas.
A veces se ríe cuando lo baño con su agua salada y le dejé de cortar el cabello porque dice que le ha dado frío en el cuello. Le he estado cambiando la pijama, pero luego también se ríe cuando lo visto y me empieza a dar miedo. Así como lo ve sonriendo, pero también los gusanos, que ya después empecé a pensar que son lo que lo tiene enfermo.
Por eso el otro día iba a salir por usted, doctor, pero el me gritó con media risa y también ellos gritaban con unas voces horribles y yo hasta lloré de miedo, porque me querían morder y unos hasta me querían ahogar. Y corrí mejor, porque me perseguían gritando y enojados y él que se reía que parecía que iba a llorar. Y yo me reí también, ya encerrada en mi recámara, y lloré y grité y canté y el me pegaba en la puerta para entrar. Ha estado enfermo, no es que sea malo, pero no quería que viniera por usted, decía que le iba a querer quitar los gusanos y las polillas y no quiere entender que eso lo tiene enfermo. Mírelo como sonríe, pero ya se ve mas triste.
Tranquilo hijo, te vas a aliviar, ves? Los doctores ya te están quitando los gusanos...

martes, junio 08, 2010

Otra vez me estoy comiendo tu hígado. Sin cubiertos. Sin utilizar las manos. Con los labios pegados a tu costado imagino tu dulce mueca al rendirte a mi hepático apetito. Dentro de ti, el fuego te cocina por si mismo. Fuera de ti, una penumbra discreta me acaricia la boca.
¿Cuánto tiempo podrás permanecer en esa quietud mientras me harto contigo? Los brazos como piedra a uno y otro lado, las piernas pesadas pero temblorosas, la boca entreabierta, murmurando plegarias profanas que no llegan a mis oídos.
Tu sol crece a veces, como aquellos días viejos que se estremecían con cierto desamparo cuando los atrapabas entre los dedos, tan dulce; así te recuerdo de noche todavía.
Pienso en los días en que paseas a media tarde, en tus pasos calmados sobre hierba, el vaivén de tus dientes, tus manos desesperadas a un costado tuyo, ansiosas, queriendo arrancar la piel, sacarte las entrañas, llevarlas a la boca.
Luego te consuelo y otra vez, como si fuera una semilla de granada, me estoy comiendo tu hígado...

lunes, mayo 31, 2010

Por supuesto que ya le había visto. Hace años. Con esta misma sed que aún no conocía sosiego. La había seguido despierto, soñando, viviendo cualquier número de muertes. Nunca le había importado tanto. Pero los días así pasados le llevaban a creer que todavía era como un niño: que siempre podría tener en sus manos un pequeño pedazo de río brillante, que no le dolía a nadie más que a él la caída intermitente de sabores groseros que derramaba por puro placer entre nidos de avispas retorcidas y secas, ya bebidas sin sed calma.
No era cierto que siempre había sido así, pero no podía ser de ninguna otra manera.
La seguía viendo después de tanto, husmeando desde la mugre, como apenado, como tímido. Todavía soñaba, todavía vivía una caricia pasajera, perdida en el momento y nunca más olvidada. Todavía la saboreaba entre los dientes, la convertía en jirones entre la saliva, en pequeños huesos mal roídos. El cabello le quedaba entre las uñas, igual que años atrás, igual manchado, igual reseco, igual delator. La abrazaba como siempre, la besaba como siempre y ella no quería irse y a él nunca le había importado tanto. Se iría de todas maneras y el se quedaría, el rostro empapado en sudores y lodo, tratando de seguirla, de no perderla, sabiendo que lo hará de forma inevitable.
Él cantará por ella, quedamente, con un susurro que no despierte a nadie. Aplastará su rostro, como tantas veces antes, contra la pared tratando de no gritarle que regrese; al final de la noche le sangrará la boca y tal vez vuelva el estómago. Y la recordará otra vez y soñará otra vez y durante algún tiempo no se verá tan triste, y quizá hasta llegará a comprarle alguna baratija de púrpura o de rosa para regalársela cuando otra vez la vea, para que ella se acuerde que hace tantos años el la ha visto y seguido, despierto y dormido, soñando y viviendo. Sonreirá durante algunos días, la sed nunca aplacada, pero el corazón contento con un bocado de ella que le calienta la cara como el sol por la mañana.
Más tarde caerá en cuenta de que la dulce migaja no le es suficiente, querrá encontrarla de nuevo, como siempre, como por casualidad, seguirla lentamente sabiendo que lo ama, que no lo ha olvidado, que el tiempo sin él le ha sido doloroso. Él le recordará lo que son las caricias, lo que se llama un beso, uno guardado para ella desde siempre, uno que ya no le dejará partir. La querrá tanto de nuevo y ella, antes de irse, le dirá que no quiere irse, que nunca quiso irse, que nunca, nadie ni nada le había importado tanto...
Al final, sabía que solo podía tenerla así, secretamente y a cachos inconstantes, con diferente cara, con una voz callada, a punto de ahogarse de terror y muerte, entre la tierra seca, tan solo a unos pasos de algún olvidado camino...