viernes, noviembre 18, 2011

Entre diminutas escenas filtradas por las más simples debilidades, alcanzo algunas veces (preciosas, dulces, breves ocasiones) a probar con el roce de los dedos secos un encanto adorado sumergido en la piel, tan cerca de la superficie, que el más leve soplido de vientos o susurros le impulsa a dar un salto y a anidar en nuestras manos. (Precioso, dulce, breve). Aquí intenta asemejarse a un carbón en tibio que busca ocultarse de aquella brisa fresca que le quiere encender ó de esa mirada que al fin le helaría. No lo sabe, no le importa.
Es cálido y pequeño y se siente seguro e intocable en la oscuridad, a un brazo de distancia, en la proximidad, en el sueño, en el olvido. No sabe hablar, no tiene voz, pero toma la forma de una uña bajo la luz, de una mirada en lo negro de la noche nublada (minúsculas estrellas como docenas de ojos brillantes reflejando una música tierna) ó de un beso (precioso, dulce, breve) posado como una flor sobre la palma de una mano cansada. No tiene nombre, no tiene dueño.
Duerme y se aterra pero no se despierta. Duda, con justicia, nacer, mas inmortal se erige en toda la estatura de su brevedad como un monolito que ha de guiar a los navegantes, estrella polar de roca tersa formada de arenas distantes. Nunca le veras, nunca le oirás y sólo bajo el beso de menguante podrás percibirle difusamente entre la bruma. Tan sólo un precioso, dulce, breve instante. Entonces podrás al fin dormir en paz, entonces podrás soñar que ya le has olvidado...

lunes, noviembre 07, 2011

En cuántas partes podría disectarle. Dentro de esa piel, entre esos huesos, oculto en algún lugar de su voz, un astro diminuto ha decidido anidar, apenas un par de milímetros fuera de mi alcance. Lo cálido de un aliento le traiciona, le revela, y dispara a quemarropa contra mi cráneo con la fuerza misma del rayo, poniendo en movimiento la mano temblorosa, cruzándola en el curso de un latido, de un trago de saliva, volviendo el pulso firme y nublada la vista. ¿Qué palabra es esa que busco? ¿Qué silencio quebrar para extraerle a través de la rígida garganta?
Es nieve, cubriendo un pedazo de pavimento de blanco, de húmedo, de frío; un instante paralizado antes de mostrar un guiño de verdad ineludible y dura y mil veces resanada. Un tapete nuevo cegando un pozo seco. Sacar agua del pozo, de pié sobre el centro de la alfombra. Beber un vaso de concreto negro. Arrancar un color con bisturí de la mirada distante o del rasguño dejado en una mesa o del aroma que queda flotando por un breve momento en una habitación vacía. Una sola pestaña y en cuántas partes podría disectarle, buscando interminablemente. Abrir con cirugía algunos charcos de sangre intentando descubrir si son los portadores, examinando cada gota, una a una, cada cabello, cada poro, todas las palabras, las sílabas las letras, los diminutos silencios. Desmembrar todas las sonrisas en labios y dientes y arrugas y lineas y filos blanquecinos y cada vez descomponer los nuevos elementos en más pequeños y numerosos conjuntos de sujetos de examen.
¿Hasta qué punto se debe dividir un iris antes de que encontremos algo de verdigris o violeta?
Una botella y la herramienta adecuada (templada y afilada). A cinco centímetros de tener el pulso firme y la vista nublada. Un par de toallas blancas. Sin saber en donde buscar. Podría comenzar en las piernas o en los labios o en los hombros. Entre las pestañas o las uñas; en la risa, en los chasquidos o esos silbidos graves al hablar en primera persona. Pronto queda claro que muy probablemente lo encuentre entre los gritos...

lunes, enero 17, 2011

Igual que cuando niño, todavía gusto de ponerme alguna vez la lisa y sonriente máscara que guardo bajo la cama. Como cuando niño, todavía me da miedo mirar las cuencas vacías y ojerosas de su tez de hueso amarillento. Ya estando sobre la cara, el olor húmedo de mi sudor mezclado con su polvo me tensa la sonrisa en un rictus de placer no controlado y hasta los dedos se me crispan de exquisita lujuria.

Te poseo a ti y poseo a todos con los labios; mi máscara de muerte es igual de seductora, como ya la conoces, con esa mueca de lágrima extraviada, con su poderosa vena de púrpura arrojándose desde la sien como una dolida Safo, con su pómulo castigado por los excesos de tu puño y el de todos, qué es lo mismo sí se me viene en gana. Mírala de nuevo, acaricia sus contornos, bésala en los dientes y déjale dar vueltas bajo el peso de tu barbilla tibia. Golpéala y lacera tiernamente el rugoso cartoncillo que quiere asemejar hueso muerto, hueso abierto, hueso mío.

No me le llores encima. Si la he venido guardando bajo el hundido colchón todos estos años no es para hacerte gimotear sobre su mueca difunta; es para que sonrías y me abraces y sepas que me duele la entraña cuando me inventas un cuento que dice que no eres mas que tú de nuevo, ocultando entre dolores tuyos los venenos que la sangre me plantó por accidente, cubriendo con un silbido mis oídos para que no te escuche mientras que, con cruel tibieza, con tu simple medianía, me devoras el hígado como un águila sin alas, encadenada a mi cuerpo que sonríe bajo la cara de un complacido cadáver...

lunes, enero 10, 2011

La captura no habrá importado tanto; cualquiera con un olfato medianamente decente podría haberte encontrado, acorralado, atado por las piernas. El combate, con toda su gloria y su hambre no podría dar realmente un premio tan sincero a ningún contendiente. La condena que a ti te fue dictada es, auténticamente, mi placer, la flor que había buscado.

Te ataqué con mi piel, a la vieja usanza, cosiendo cada parte de tu carne ajena con una parte similar de la propia, tejiendo tus pestañas con las mías, fundiendo a calor empapado tu labio y lo que quedaba del mío. Las uñas clavadas en la punta de tus dedos, el ojo que deja ciego al ojo, el vientre que se afila un instante y desgarra las vértebras de un solo tirón, el cabello que se esconde ensortijado, entregando, ignorante, su propia identidad.

No importó desde un principio si pensabas rendirte; el castigo nacido, su destino ya escrito, dictaba en todo tiempo que fuera ejecutado de manera precisa, con ánimos templados en la seca lumbrera a la que llamas llantos. No existía una manera de absolver tu condena: no eras tú culpable, tan solo sentenciada, ante un paredón de promesas calladas, jamás pronunciadas, salpicado de sangre venidera que no busca venganza, justicia, ni siquiera un perdón.

Al amanecer, aun tostado de oro, con la orden de proceder con tu pena flotando ya en el viento, dí un paso hacia atrás, uno solo, y te lo arranqué todo. Tu carne palpitante sangró en un mar silente, tus párpados sin ojos lloraron de verdad y tu boca sin lengua, sin dientes, sin encías, se retorció sonriente de dolores ingenuos, de castigos cumplidos.

Contigo desgarrada, del alma hasta los cielos, me dí la media vuelta y nos fuimos alejando. Quedó entre nosotros, tan solo, la roja boda de tu carne y mi carne fundidas y arrancadas, inertes, enteras, viviendo como una, muriendo siendo una; y nunca se movió, nunca dejó un rastro que pudiera seguir siquiera un cazador con olfato decente...