lunes, enero 17, 2011

Igual que cuando niño, todavía gusto de ponerme alguna vez la lisa y sonriente máscara que guardo bajo la cama. Como cuando niño, todavía me da miedo mirar las cuencas vacías y ojerosas de su tez de hueso amarillento. Ya estando sobre la cara, el olor húmedo de mi sudor mezclado con su polvo me tensa la sonrisa en un rictus de placer no controlado y hasta los dedos se me crispan de exquisita lujuria.

Te poseo a ti y poseo a todos con los labios; mi máscara de muerte es igual de seductora, como ya la conoces, con esa mueca de lágrima extraviada, con su poderosa vena de púrpura arrojándose desde la sien como una dolida Safo, con su pómulo castigado por los excesos de tu puño y el de todos, qué es lo mismo sí se me viene en gana. Mírala de nuevo, acaricia sus contornos, bésala en los dientes y déjale dar vueltas bajo el peso de tu barbilla tibia. Golpéala y lacera tiernamente el rugoso cartoncillo que quiere asemejar hueso muerto, hueso abierto, hueso mío.

No me le llores encima. Si la he venido guardando bajo el hundido colchón todos estos años no es para hacerte gimotear sobre su mueca difunta; es para que sonrías y me abraces y sepas que me duele la entraña cuando me inventas un cuento que dice que no eres mas que tú de nuevo, ocultando entre dolores tuyos los venenos que la sangre me plantó por accidente, cubriendo con un silbido mis oídos para que no te escuche mientras que, con cruel tibieza, con tu simple medianía, me devoras el hígado como un águila sin alas, encadenada a mi cuerpo que sonríe bajo la cara de un complacido cadáver...

lunes, enero 10, 2011

La captura no habrá importado tanto; cualquiera con un olfato medianamente decente podría haberte encontrado, acorralado, atado por las piernas. El combate, con toda su gloria y su hambre no podría dar realmente un premio tan sincero a ningún contendiente. La condena que a ti te fue dictada es, auténticamente, mi placer, la flor que había buscado.

Te ataqué con mi piel, a la vieja usanza, cosiendo cada parte de tu carne ajena con una parte similar de la propia, tejiendo tus pestañas con las mías, fundiendo a calor empapado tu labio y lo que quedaba del mío. Las uñas clavadas en la punta de tus dedos, el ojo que deja ciego al ojo, el vientre que se afila un instante y desgarra las vértebras de un solo tirón, el cabello que se esconde ensortijado, entregando, ignorante, su propia identidad.

No importó desde un principio si pensabas rendirte; el castigo nacido, su destino ya escrito, dictaba en todo tiempo que fuera ejecutado de manera precisa, con ánimos templados en la seca lumbrera a la que llamas llantos. No existía una manera de absolver tu condena: no eras tú culpable, tan solo sentenciada, ante un paredón de promesas calladas, jamás pronunciadas, salpicado de sangre venidera que no busca venganza, justicia, ni siquiera un perdón.

Al amanecer, aun tostado de oro, con la orden de proceder con tu pena flotando ya en el viento, dí un paso hacia atrás, uno solo, y te lo arranqué todo. Tu carne palpitante sangró en un mar silente, tus párpados sin ojos lloraron de verdad y tu boca sin lengua, sin dientes, sin encías, se retorció sonriente de dolores ingenuos, de castigos cumplidos.

Contigo desgarrada, del alma hasta los cielos, me dí la media vuelta y nos fuimos alejando. Quedó entre nosotros, tan solo, la roja boda de tu carne y mi carne fundidas y arrancadas, inertes, enteras, viviendo como una, muriendo siendo una; y nunca se movió, nunca dejó un rastro que pudiera seguir siquiera un cazador con olfato decente...