sábado, febrero 11, 2012

La melodía no se oculta. Se aferra a mis oídos y, como un clavo, me desgarra la palma de la mano. Una palabra convertida en toda canción alguna vez entonada, en ojos cerrados, en sonrisas distantes en precipitación mutua.
La uña de la noche se me hunde en la carne, dulce y atroz; es el arrullo que burla la helada, una caricia extraviada que, a ciegas, busca el rincón escondido de la mirada del frío sol de la mañana.
El viento revive la tonada, la eleva sin separarla de la tierra. Cuántos cariños recorren esas venas agudas que arden en acordes largos y siempre esperanzados. La melodía no se oculta, no; grita, solloza, se apaga destrozada, se ahoga en silencios. Muere a plena vista, hundida en sus heridas, nadando boca abajo entre las sales, ciegas y torpes, de nuestras propias raíces envenenadas...

martes, enero 31, 2012

Largo tiempo ya había permanecido de pie, en silencio, con la mirada clavada en el polvoso parche de suelo visible entre sus dos pies. A su alrededor una pequeña y caótica multitud de variados objetos se extendía indecifrablemente hacia las sombras bajas proyectadas por los ruinosos muebles que decoraban la habitación. El tiempo se había convertido en señor de este salón hacía ya mucho y le había abandonado a las crueldades de sus súbditos con la misma indiferencia que tantos le han reprochado.

Tras dudarlo un momento, comenzó a recorrer con calma el lugar, empujando con la punta del zapato, de vez en vez, algún extraño cacharro largamente abandonado. Sus pisadas crujían casi estridentes sobre la capa de delicado silencio que cubría el piso, giretas se formaron en el polvo y expulsaron pequeñas y violentas bocanadas de pasado que, poco a poco, se posaron de nuevo en la penumbra.

Su mirada lo estudiaba todo. En cada uno de los rincones parcecía esconderse un eco de una risa, o la memoria de una sombra; el mobiliario apolillado se estremecía con la promesa de un nuevo roce que le hiciera revelar las viejas historias, los secretos ya olvidados. La puerta permanecía cerrada.

Bajo la ocre luz que alcnazaba a filtrarse por una alta y estrecha ventana (unica comunicación con el exterior), revisó una delicada pila de documentos, pasándo los ojos por las hojas con una calma completamente contrastante con la ávida expresión del rostro, que era el de un hombre desesperado por comprender, pero que se toma todo el tiempo necesario para no caer presa de uno de los crueles engaños de la mente cuanto se desea una respuesta con fuerzas inucitadas.

Horas debe de haber pasado en su examen del anciano cuarto. Los papeles atrapados en los cajones oxidados, los pequeños alajeros revueltos y repletos de baratijas lodosas, los tomos de hojas fundidas en un único bloque de polvo y pulpa podrida. Cada centímetro que le parciera sospechoso de relatarle la historia de la estancia abandonada, de sus viejos habitantes, hacía tanto ausentes, era observado y palpado e interrogado de mil maneras para poderse hacer una idea, lo más clara posible, de lo que en el pasado había tenido lugar.

El tacto de una llave y el repentino destello de un aroma le dieron de un tirón la respuesta que buscaba. En aquel pequeño estante, como un diablo agazapado, le esperaba un frasco de fragancia refrescante que aun conservaba su contenido de un color ambarino. La historia de este hallazgo era la historia de una mujer ya desaparecida, la historia de un amor desesperado y cruel, la historia de un dolor profundamente encarnado en el pecho y en las articulaciones. Cada uno de los misterios a su alrededor fueron cobrando sentido, cada mirada revelaba el viejo recuerdo escondido en los objetos desperdigados: los pendientes dispares, los collares enredados, los bolígrafos secos, las cartas devueltas.

Poco a poco fue recobrando su mente los detalles de la espantosa historia que le ataba a tan horripilante recámara, la de la puerta cerrada, la que ya nunca era abierta. Poco a poco fue recordando el espanto que, hacía tanto tiempo, le había dejado encadenado igual que un faraón encerrado en su tumba...

viernes, noviembre 18, 2011

Entre diminutas escenas filtradas por las más simples debilidades, alcanzo algunas veces (preciosas, dulces, breves ocasiones) a probar con el roce de los dedos secos un encanto adorado sumergido en la piel, tan cerca de la superficie, que el más leve soplido de vientos o susurros le impulsa a dar un salto y a anidar en nuestras manos. (Precioso, dulce, breve). Aquí intenta asemejarse a un carbón en tibio que busca ocultarse de aquella brisa fresca que le quiere encender ó de esa mirada que al fin le helaría. No lo sabe, no le importa.
Es cálido y pequeño y se siente seguro e intocable en la oscuridad, a un brazo de distancia, en la proximidad, en el sueño, en el olvido. No sabe hablar, no tiene voz, pero toma la forma de una uña bajo la luz, de una mirada en lo negro de la noche nublada (minúsculas estrellas como docenas de ojos brillantes reflejando una música tierna) ó de un beso (precioso, dulce, breve) posado como una flor sobre la palma de una mano cansada. No tiene nombre, no tiene dueño.
Duerme y se aterra pero no se despierta. Duda, con justicia, nacer, mas inmortal se erige en toda la estatura de su brevedad como un monolito que ha de guiar a los navegantes, estrella polar de roca tersa formada de arenas distantes. Nunca le veras, nunca le oirás y sólo bajo el beso de menguante podrás percibirle difusamente entre la bruma. Tan sólo un precioso, dulce, breve instante. Entonces podrás al fin dormir en paz, entonces podrás soñar que ya le has olvidado...

lunes, noviembre 07, 2011

En cuántas partes podría disectarle. Dentro de esa piel, entre esos huesos, oculto en algún lugar de su voz, un astro diminuto ha decidido anidar, apenas un par de milímetros fuera de mi alcance. Lo cálido de un aliento le traiciona, le revela, y dispara a quemarropa contra mi cráneo con la fuerza misma del rayo, poniendo en movimiento la mano temblorosa, cruzándola en el curso de un latido, de un trago de saliva, volviendo el pulso firme y nublada la vista. ¿Qué palabra es esa que busco? ¿Qué silencio quebrar para extraerle a través de la rígida garganta?
Es nieve, cubriendo un pedazo de pavimento de blanco, de húmedo, de frío; un instante paralizado antes de mostrar un guiño de verdad ineludible y dura y mil veces resanada. Un tapete nuevo cegando un pozo seco. Sacar agua del pozo, de pié sobre el centro de la alfombra. Beber un vaso de concreto negro. Arrancar un color con bisturí de la mirada distante o del rasguño dejado en una mesa o del aroma que queda flotando por un breve momento en una habitación vacía. Una sola pestaña y en cuántas partes podría disectarle, buscando interminablemente. Abrir con cirugía algunos charcos de sangre intentando descubrir si son los portadores, examinando cada gota, una a una, cada cabello, cada poro, todas las palabras, las sílabas las letras, los diminutos silencios. Desmembrar todas las sonrisas en labios y dientes y arrugas y lineas y filos blanquecinos y cada vez descomponer los nuevos elementos en más pequeños y numerosos conjuntos de sujetos de examen.
¿Hasta qué punto se debe dividir un iris antes de que encontremos algo de verdigris o violeta?
Una botella y la herramienta adecuada (templada y afilada). A cinco centímetros de tener el pulso firme y la vista nublada. Un par de toallas blancas. Sin saber en donde buscar. Podría comenzar en las piernas o en los labios o en los hombros. Entre las pestañas o las uñas; en la risa, en los chasquidos o esos silbidos graves al hablar en primera persona. Pronto queda claro que muy probablemente lo encuentre entre los gritos...

lunes, enero 17, 2011

Igual que cuando niño, todavía gusto de ponerme alguna vez la lisa y sonriente máscara que guardo bajo la cama. Como cuando niño, todavía me da miedo mirar las cuencas vacías y ojerosas de su tez de hueso amarillento. Ya estando sobre la cara, el olor húmedo de mi sudor mezclado con su polvo me tensa la sonrisa en un rictus de placer no controlado y hasta los dedos se me crispan de exquisita lujuria.

Te poseo a ti y poseo a todos con los labios; mi máscara de muerte es igual de seductora, como ya la conoces, con esa mueca de lágrima extraviada, con su poderosa vena de púrpura arrojándose desde la sien como una dolida Safo, con su pómulo castigado por los excesos de tu puño y el de todos, qué es lo mismo sí se me viene en gana. Mírala de nuevo, acaricia sus contornos, bésala en los dientes y déjale dar vueltas bajo el peso de tu barbilla tibia. Golpéala y lacera tiernamente el rugoso cartoncillo que quiere asemejar hueso muerto, hueso abierto, hueso mío.

No me le llores encima. Si la he venido guardando bajo el hundido colchón todos estos años no es para hacerte gimotear sobre su mueca difunta; es para que sonrías y me abraces y sepas que me duele la entraña cuando me inventas un cuento que dice que no eres mas que tú de nuevo, ocultando entre dolores tuyos los venenos que la sangre me plantó por accidente, cubriendo con un silbido mis oídos para que no te escuche mientras que, con cruel tibieza, con tu simple medianía, me devoras el hígado como un águila sin alas, encadenada a mi cuerpo que sonríe bajo la cara de un complacido cadáver...

lunes, enero 10, 2011

La captura no habrá importado tanto; cualquiera con un olfato medianamente decente podría haberte encontrado, acorralado, atado por las piernas. El combate, con toda su gloria y su hambre no podría dar realmente un premio tan sincero a ningún contendiente. La condena que a ti te fue dictada es, auténticamente, mi placer, la flor que había buscado.

Te ataqué con mi piel, a la vieja usanza, cosiendo cada parte de tu carne ajena con una parte similar de la propia, tejiendo tus pestañas con las mías, fundiendo a calor empapado tu labio y lo que quedaba del mío. Las uñas clavadas en la punta de tus dedos, el ojo que deja ciego al ojo, el vientre que se afila un instante y desgarra las vértebras de un solo tirón, el cabello que se esconde ensortijado, entregando, ignorante, su propia identidad.

No importó desde un principio si pensabas rendirte; el castigo nacido, su destino ya escrito, dictaba en todo tiempo que fuera ejecutado de manera precisa, con ánimos templados en la seca lumbrera a la que llamas llantos. No existía una manera de absolver tu condena: no eras tú culpable, tan solo sentenciada, ante un paredón de promesas calladas, jamás pronunciadas, salpicado de sangre venidera que no busca venganza, justicia, ni siquiera un perdón.

Al amanecer, aun tostado de oro, con la orden de proceder con tu pena flotando ya en el viento, dí un paso hacia atrás, uno solo, y te lo arranqué todo. Tu carne palpitante sangró en un mar silente, tus párpados sin ojos lloraron de verdad y tu boca sin lengua, sin dientes, sin encías, se retorció sonriente de dolores ingenuos, de castigos cumplidos.

Contigo desgarrada, del alma hasta los cielos, me dí la media vuelta y nos fuimos alejando. Quedó entre nosotros, tan solo, la roja boda de tu carne y mi carne fundidas y arrancadas, inertes, enteras, viviendo como una, muriendo siendo una; y nunca se movió, nunca dejó un rastro que pudiera seguir siquiera un cazador con olfato decente...

miércoles, noviembre 10, 2010

Dicen que los muertos duermen bajo mi cama.

He invocado sus nombres desconocidos, les he ofrecido vinos, les he quemado inciensos e invitado a sus sombras invisibles a compartir mi cena. Durante mucho tiempo les estuve gritando, noche a noche, sin obtener respuesta. Una temporada dejé cada día, por la mañana, migajas remojadas en jugo de limón y trocitos de almendra, esperando que al volver una tarde hubiera una familia de muertos recogiendo con torpes manos grises la merienda servida en el suelo de la entrada.

Traté con música, con fuegos, con sangre, con regalos viejos, con silencio, con largas oscuridades minuciosamente acondicionadas.

Finalmente descubrí que los muertos no duermen bajo mi cama.

Una noche, hace no mucho, vino uno a visitarme. Entró despacio y en silencio, como era de esperarse, se sentó en una silla mirándome de frente, las manos endebles, calmas, descansando en los muslos, la cabellera rala adherida a las sienes. Sus ojos eran ámbar, amarillos, casi dorados, casi humanos, casi inmortales. No dijo nada. Le ofrecí una manzana y, tras escudriñarla largamente con la mirada de quien trata de desentrañar el misterio oculto detrás de un antiguo enigma sin respuesta, le propinó una lenta mordida y la dejó caer al suelo mientras aún masticaba. Puse en su mano lánguida una taza de café tibio sin azúcar y, casi de inmediato la apuró de un trago. Ya he tirado esa taza, dispuesto a correr el riesgo de ser llamado supersticioso si me rehuso a beber del mismo traste del que ha bebido un andrajoso cadáver de labios purulentos.

A lo largo de varias horas me hizo compañía. Le interrogué sobre todo lo que se me pudo ocurrir en aquel momento: comencé por preguntar su nombre, su edad, la historia de su familia, sus aficiones, sus principales gustos literarios y creencias filosóficas. En realidad considero que la velada me hubiera resultado mas interesante de haberme él respondido algo. Tan solo se quedó ahí, callado, mirándome con cierta atención desdeñosa mientras yo, cambiando de estrategia, deambulaba por la habitación tratando de sacarle alguna palabra, hablando de mi vida, leyendo en voz alta pasajes al azar de tomos elegidos de la misma manera.
Supongo que finalmente se aburrió. Se levantó con aire lacónico y salió sin prisa alguna de mi cuarto. Lo observé arrastrar las piernas con lentitud hasta llegar al pié de la escalera. Luego, con un gran esfuerzo, comenzó a subir los escalones hasta llegar, finalmente, al piso superior. Escuché unos minutos todavía el leve crujir de su andar y después de un rato de silencio, asumí que el sueño de la tumba lo había cubierto de nuevo.

Dicen que los muertos duermen bajo mi cama, pero eso no es verdad. Viven sobre ella, por encima; los veo todas las noches al aproximarme por la calle, en la ventana del piso superior: esos ojos furiosos, humanos, inmortales, plagados de rencor y amenazas, de odios insaciables. Me miran acercarme y en sus sombras secretas desaparecen una vez que he alcanzado la cerradura.

Les escucho moverse de manera pesada. He dejado de llamarles. Ahora solo espero el inevitable momento de escuchar sus pasos lentos, de agonizantes perpetuos, bajar los escalones que llegan hasta mí...