lunes, enero 17, 2011

Igual que cuando niño, todavía gusto de ponerme alguna vez la lisa y sonriente máscara que guardo bajo la cama. Como cuando niño, todavía me da miedo mirar las cuencas vacías y ojerosas de su tez de hueso amarillento. Ya estando sobre la cara, el olor húmedo de mi sudor mezclado con su polvo me tensa la sonrisa en un rictus de placer no controlado y hasta los dedos se me crispan de exquisita lujuria.

Te poseo a ti y poseo a todos con los labios; mi máscara de muerte es igual de seductora, como ya la conoces, con esa mueca de lágrima extraviada, con su poderosa vena de púrpura arrojándose desde la sien como una dolida Safo, con su pómulo castigado por los excesos de tu puño y el de todos, qué es lo mismo sí se me viene en gana. Mírala de nuevo, acaricia sus contornos, bésala en los dientes y déjale dar vueltas bajo el peso de tu barbilla tibia. Golpéala y lacera tiernamente el rugoso cartoncillo que quiere asemejar hueso muerto, hueso abierto, hueso mío.

No me le llores encima. Si la he venido guardando bajo el hundido colchón todos estos años no es para hacerte gimotear sobre su mueca difunta; es para que sonrías y me abraces y sepas que me duele la entraña cuando me inventas un cuento que dice que no eres mas que tú de nuevo, ocultando entre dolores tuyos los venenos que la sangre me plantó por accidente, cubriendo con un silbido mis oídos para que no te escuche mientras que, con cruel tibieza, con tu simple medianía, me devoras el hígado como un águila sin alas, encadenada a mi cuerpo que sonríe bajo la cara de un complacido cadáver...

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