lunes, julio 19, 2010

La herida sonreía, feroz, vengativa. Le había dado su forma sin ningún motivo. Roja y empapada, hambrienta, completamente artesanal. Fuera de su contorno se extendía de forma monótona y casi interminable una pantalla difusa de blancura glacial poblada sutilmente de una raza incierta de brumosos espectadores de ojos poco atentos contemplando mi nada pía interpretación.
Su rostro era bronceado todavía, aun no le tocaba la mancha tan sedienta en su fugaz carrera, su cabello castaño, sus ojos infinitos. Su nombre no era nada que yo hubiera escuchado. Su voz de temblorosa se convertía en grito, en sonrisa odiosa, vástago de la ira pavorosa que con mis secos besos araba entre sus senos.
Pobre anónima convulsa. Bajo mi indiferencia su súplica abatida, su espasmo repentino. Mi amor ahora implacable la adoraba entera e iba destejiendo la obra misma de Dios. Ella me devoraba con fauces de carmín, las cuales juraría que eran fauces dentadas; la mitad de mi cuerpo con ella se fundía y nadábamos ambos en las olas saladas que subían en marea desde su corazón.
Fue entre este embate de océano rojizo, de mares desafiantes de toda gravedad, que vivía como un monstruo hambriento, omnipresente, que comencé a planear la manera adecuada de desprender sus restos, la mayoría rosados, de los manchados muros. No siempre, después de todo, tiene la piel la más dulce textura...

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